DARWIN, LAS IDEAS DOMINANTES Y LOS QUE DOMINAN
Quinta entrega:
PUBLICIDAD ENGAÑOSA
Máximo Sandín
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“Recién graduado en Cambridge, con 22 años, un jovencísimo Charles Darwin se embarcó como naturalista sin sueldo a bordo del bergantín HMS Beagle, en un viaje que duraría cinco años (1831-1836). La obra científica de Darwin tiene como punto esencial su visita a las islas Galápagos. Su estancia en 1835, cumplió con un papel fundamental en la gestación de la teoría de la evolución”.
Este párrafo se podría considerar una “frase publicitaria-tipo” de las típicas introducciones a las “hagiografías” de Darwin que aparecen en toda clase de artículos periodísticos, presentaciones de congresos y homenajes e introducciones a “la Teoría de la evolución”, aunque si repasamos la totalidad de estas narraciones lo que nos encontramos es con una especie de enorme “slogan”. La coincidencia de las narraciones (aunque a veces se escapa algún “gazapo”) y, muchas veces, el prestigio de los firmantes de estos escritos resulta muy convincente para el lector profano en la materia, que no es consciente de que se trata de una historia acrisolada por copias de copias que se remontan a la creación “oficial” de la figura mitológica que trajo “la verdad” al Mundo. La tarea de desvelar la farsa resulta algo desalentadora frente a tan enorme capacidad de adoctrinamiento. Por eso resulta tan gratificante compartirla con el lector. Comencemos por el principio:
Darwin se graduó, efectivamente, en Cambridge, pero en Teología (concretamente “subgraduado” en Teología con el número diez de su promoción), con la idea de ejercer de pastor de la Iglesia anglicana. La calificación de “naturalista sin sueldo” hace pensar en una especie de “joven becario”, pero lo cierto es que la propuesta del viaje partió de su mentor en Cambridge, el reverendo J. S. Henslow, que escribió a Darwin: “El Cap. F. busca un hombre (por lo que tengo entendido) más para compañero de viaje que como simple coleccionista”. Porque el naturalista titular del Beagle se llamaba Robert Mc Cormick. Darwin se embarcó con un criado, abundante dinero y cuentas abiertas en las principales ciudades en las que se hizo escala. La competencia de Darwin, que podía reclutar a un considerable número de “nativos” para sus recolecciones de “especímenes” y los desprecios del capitán, por la condición plebeya de Mc Cormick, exasperaron al naturalista oficial del Beagle, que abandonó el barco en Río de Janeiro.
En cuanto a la “gestación de la teoría de la evolución”, también tiene otra historia: Darwin no volvió del viaje del Beagle con ninguna idea formada sobre evolución, a pesar de que leyó el libro de Lamarck, según nos cuenta en su autobiografía. Los famosos “pinzones de Darwin”, “la clave del descubrimiento de la evolución”, pasaron desapercibidos para él, que los consideró gorriones, entre su desordenada colección de pájaros y mamíferos hasta que los estudió el taxonomista de la Sociedad Zoológica de Londres, John Gould, que tuvo que recurrir para ello a la mejor ordenada colección del capitán Fitzroy. La verdadera clave de su concepción “evolutiva” la narra él mismo en su autobiografía: “En Octubre de 1838, esto es, quince meses después de haber comenzado mi estudio sistemático, se me ocurrió leer por entretenimiento el ensayo de Malthus sobre la población y, como estaba bien preparado para apreciar la lucha por la existencia que por doquier se deduce de una observación larga y constante de los hábitos de animales y plantas, descubrí enseguida que bajo estas condiciones las variaciones favorables tenderían a preservarse, y las desfavorables a ser destruidas. El resultado de ello sería la formación de especies nuevas. Aquí había conseguido por fin una teoría sobre la que trabajar”. Porque también hay que aclarar que lo que realmente estaba “descubriendo” Darwin no era “la evolución” (estudiada hacía un siglo por los científicos en distintas universidades), sino el origen de las especies, es decir, que una especie se puede transformar en otra. El término “evolución” no aparece hasta la sexta edición de su libro, a sugerencia de Huxley, que estaba mejor informado. Pero aún tardó un tiempo en convencerse, y así se lo confiesa a su protector J. Hooker en una carta fechada el 11 de Enero de 1844 (ocho años después de su regreso del famoso viaje del “Beagle”): "Por fin ha surgido un rayo de luz, y estoy casi convencido (totalmente en contra de la opinión de que partí) de que las especies no son (es como confesar un asesinato) inmutables".
Lo que produce una sensación penosa es el fervor con que nuestros más consagrados apologistas se emplean en el cultivo de la confusión. Para los biólogos de origen anglosajón no parece existir la necesidad de falsear la verdadera condición y las ideas de Darwin. Al fin y al cabo, forman parte de las bases de su cultura, y Darwin es su gran figura histórica. Pero para el mundo hispano necesita de una “traducción”. Por ejemplo: Con motivo del famoso bicentenario, la revista Scientific American publicó el artículo “Darwin Legacy” firmado por Gary Styx, cuyo comienzo era: “A Victorian amateur undertook a lifetime pursuit of slow, meticulous observation…” En la versión española de esta revista, Investigación y Ciencia, el mismo artículo, “El legado de Darwin”, con las mismas ilustraciones y el mismo autor comienza de esta forma: “Hace 150 años, un naturalista victoriano que había dedicado su vida a observar meticulosamente la naturaleza…”
Y así, en la competición de panegíricos que se ha desatado, las calificaciones de “gran científico”, “revolucionario”, “incomprendido en su tierra”, “profundamente preocupado por la justicia”… nos lo procuran presentar de una forma, se supone, que más adecuada a nuestros gustos. Una especie de rebelde. De luchador contra las ideas establecidas. Algo tan alejado de la realidad como el concepto de “la mano invisible del mercado”. Pero esa es otra historia…
Nota:
La cuarta entrega puede leerse aquí; la tercera aquí; la segunda aquí; y la primera aquí.
-ZC
Este párrafo se podría considerar una “frase publicitaria-tipo” de las típicas introducciones a las “hagiografías” de Darwin que aparecen en toda clase de artículos periodísticos, presentaciones de congresos y homenajes e introducciones a “la Teoría de la evolución”, aunque si repasamos la totalidad de estas narraciones lo que nos encontramos es con una especie de enorme “slogan”. La coincidencia de las narraciones (aunque a veces se escapa algún “gazapo”) y, muchas veces, el prestigio de los firmantes de estos escritos resulta muy convincente para el lector profano en la materia, que no es consciente de que se trata de una historia acrisolada por copias de copias que se remontan a la creación “oficial” de la figura mitológica que trajo “la verdad” al Mundo. La tarea de desvelar la farsa resulta algo desalentadora frente a tan enorme capacidad de adoctrinamiento. Por eso resulta tan gratificante compartirla con el lector. Comencemos por el principio:
Darwin se graduó, efectivamente, en Cambridge, pero en Teología (concretamente “subgraduado” en Teología con el número diez de su promoción), con la idea de ejercer de pastor de la Iglesia anglicana. La calificación de “naturalista sin sueldo” hace pensar en una especie de “joven becario”, pero lo cierto es que la propuesta del viaje partió de su mentor en Cambridge, el reverendo J. S. Henslow, que escribió a Darwin: “El Cap. F. busca un hombre (por lo que tengo entendido) más para compañero de viaje que como simple coleccionista”. Porque el naturalista titular del Beagle se llamaba Robert Mc Cormick. Darwin se embarcó con un criado, abundante dinero y cuentas abiertas en las principales ciudades en las que se hizo escala. La competencia de Darwin, que podía reclutar a un considerable número de “nativos” para sus recolecciones de “especímenes” y los desprecios del capitán, por la condición plebeya de Mc Cormick, exasperaron al naturalista oficial del Beagle, que abandonó el barco en Río de Janeiro.
En cuanto a la “gestación de la teoría de la evolución”, también tiene otra historia: Darwin no volvió del viaje del Beagle con ninguna idea formada sobre evolución, a pesar de que leyó el libro de Lamarck, según nos cuenta en su autobiografía. Los famosos “pinzones de Darwin”, “la clave del descubrimiento de la evolución”, pasaron desapercibidos para él, que los consideró gorriones, entre su desordenada colección de pájaros y mamíferos hasta que los estudió el taxonomista de la Sociedad Zoológica de Londres, John Gould, que tuvo que recurrir para ello a la mejor ordenada colección del capitán Fitzroy. La verdadera clave de su concepción “evolutiva” la narra él mismo en su autobiografía: “En Octubre de 1838, esto es, quince meses después de haber comenzado mi estudio sistemático, se me ocurrió leer por entretenimiento el ensayo de Malthus sobre la población y, como estaba bien preparado para apreciar la lucha por la existencia que por doquier se deduce de una observación larga y constante de los hábitos de animales y plantas, descubrí enseguida que bajo estas condiciones las variaciones favorables tenderían a preservarse, y las desfavorables a ser destruidas. El resultado de ello sería la formación de especies nuevas. Aquí había conseguido por fin una teoría sobre la que trabajar”. Porque también hay que aclarar que lo que realmente estaba “descubriendo” Darwin no era “la evolución” (estudiada hacía un siglo por los científicos en distintas universidades), sino el origen de las especies, es decir, que una especie se puede transformar en otra. El término “evolución” no aparece hasta la sexta edición de su libro, a sugerencia de Huxley, que estaba mejor informado. Pero aún tardó un tiempo en convencerse, y así se lo confiesa a su protector J. Hooker en una carta fechada el 11 de Enero de 1844 (ocho años después de su regreso del famoso viaje del “Beagle”): "Por fin ha surgido un rayo de luz, y estoy casi convencido (totalmente en contra de la opinión de que partí) de que las especies no son (es como confesar un asesinato) inmutables".
Lo que produce una sensación penosa es el fervor con que nuestros más consagrados apologistas se emplean en el cultivo de la confusión. Para los biólogos de origen anglosajón no parece existir la necesidad de falsear la verdadera condición y las ideas de Darwin. Al fin y al cabo, forman parte de las bases de su cultura, y Darwin es su gran figura histórica. Pero para el mundo hispano necesita de una “traducción”. Por ejemplo: Con motivo del famoso bicentenario, la revista Scientific American publicó el artículo “Darwin Legacy” firmado por Gary Styx, cuyo comienzo era: “A Victorian amateur undertook a lifetime pursuit of slow, meticulous observation…” En la versión española de esta revista, Investigación y Ciencia, el mismo artículo, “El legado de Darwin”, con las mismas ilustraciones y el mismo autor comienza de esta forma: “Hace 150 años, un naturalista victoriano que había dedicado su vida a observar meticulosamente la naturaleza…”
Y así, en la competición de panegíricos que se ha desatado, las calificaciones de “gran científico”, “revolucionario”, “incomprendido en su tierra”, “profundamente preocupado por la justicia”… nos lo procuran presentar de una forma, se supone, que más adecuada a nuestros gustos. Una especie de rebelde. De luchador contra las ideas establecidas. Algo tan alejado de la realidad como el concepto de “la mano invisible del mercado”. Pero esa es otra historia…
Nota:
La cuarta entrega puede leerse aquí; la tercera aquí; la segunda aquí; y la primera aquí.
-ZC